lunes, 28 de mayo de 2012

Sesión 9




El tema de esta sesión fue el imaginario social en la construcción del espacio.  Dejamos aquí un bello texto que discurre sobre la tecnoeconomía y la estética en la espacialización del cuerpo social:


Tomado de: Espinal Pérez, Cruz Elena. Cuerpos y controles. Formas de regulación civil. Discursos y prácticas en Medelllín 1948 1952.  Un iversidad Eafit, Medellín, 2002.  http://bdigital.eafit.edu.co/Journal/RU100/Cuaderno2.pdf


EL CUERPO SOCIAL: CAMPO DE INTEGRACIÓN HUMANA

La idea de un cuerpo civil nos remite a la noción de cuerpo social presentada por André Leroi-Gourhan, quien plantea que el cuerpo social comporta dos dimensiones que le son propias. Una, en donde el cuerpo social es relativo a sus propias etapas de evolución, que dependen de las estructuras tecnoeconómicas, que marcan a su vez, la relación individuo-sociedad afectando la densidad del grupo. En esta dimensión, se precisa entonces, de la existencia de una relación entre el nivel técnico y la densidad social; según el autor, la sociedad moldea su comportamiento con los componentes del mundo material. Sin embargo, el cuerpo social no sólo, se caracteriza por copiar las vías de evolución en su aspecto formal, sino también, por escapar al ritmo de su desarrollo. Tal paradoja reposa al parecer, en una razón: el cuerpo social sobrevive por el “diálogo” que se instaura entre el individuo y la colectividad, encuentro que tiende hacia el equilibrio entre rutina y transformación. Mientras, la rutina –memoria, cuerpo de tradiciones- simboliza la supervivencia del grupo, el movimiento refiere las innovaciones individuales que tienden hacia a una supervivencia mejorada.
Se trata entonces, de la coexistencia de una ritmicidad de operaciones cotidianas y una ritmicidad de evasiones excepcionales, en otras palabras, el cuerpo social reposa en la unión de la inmovilidad y el movimiento, la seguridad y la libertad, el bienestar y la adquisición, el refugio y el territorio.
Además de la dimensión tecnoeconómica, también está la dimensión estética, que se refiere al “grado de incorporación” del individuo en la sociedad. La incorporación se materializa en prácticas elementales –gestos cotidianos- que constituyen los programas vitales del individuo, y se organizan en cadena de gestos estereotipados: "habitus corporal, prácticas de alimentación o de higiene, gestos profesionales, comportamiento en relación con los próximos, entre otros" (Leroi-Gourhan, 1971, 227), y su rutinización asegura "el equilibrio normal del sujeto en el medio social y su propia comodidad psíquica en el interior del grupo" (1971, 227).



La inserción del sujeto está dada por la existencia de “un código de emociones estéticas”, que comprende densidades de percepciones reflexionadas de las formas, los ritmos y los valores de una colectividad particular. Este pliegue estético del cuerpo social, se relaciona, tal como señala José Luis Pardo (1990), con los medios que se definen como la repetición "periódica" de un fenómeno (A, B…), cuyos términos no están ligados, y con los ritmos que se entienden como espacio intensivo, superficie sensible o cuerpo sin órganos, en donde la "repetición" causa sus efectos haciendo aparecer una diferencia que produce la sensación. Esta inscribe en la sensibilidad la impronta de la experiencia que se supera a sí misma haciéndose esperar en un futuro o quedando retenida en el pasado, es decir, como premonición o como huella. La repetición por su parte, no cambia nada en el objeto que se repite, pero produce una diferencia en el espíritu que la contempla, se trata del advenimiento de la subjetividad.

Los ritmos y valores tienden a crear un tiempo y un espacio particularmente humano, a encuadrar el comportamiento en medidas y gamas; se trata entonces, de la creación de una seguridad estética del grupo que reposa en la libertad imaginaria de su selección. Desde esta perspectiva, la inserción del sujeto reposa en dos raíces naturales, una psicológica que comprende el universo de los hábitos, pasiones, inclinaciones o sentimientos, en otras palabras, la vida emocional y afectiva, que precede lo intelectivo y racional; y otra, sociológica que procede de una comunidad ligada por la “memoria”. Como lo explica José Luis Pardo, y siguiendo a Deleuze, los hábitos nos constituyen, no es que los hábitos se posean o se adquieran, se trata más bien, que los hábitos sostienen a los hombres produciendo las contracciones que los constituye, y en este sentido, las contradicciones constituyen al sujeto de la experiencia.
Dicho de otra manera, la “naturaleza” sólo puede existir cultivada por una cultura, la que construye el tejido de los hábitos que involucran la vida, así como la trama de subjetividades enmarcadas en relaciones espaciotemporales. La existencia entonces, se diversifica en un conjunto abierto de “estilizaciones” estéticas, formas de espacializar o de “estar en” el espacio, de constituir lugares y rincones de acuerdo con prácticas que podríamos llamar “decográficas” o “decológicas”, dichas formas se componen de elementos mínimos de conducta de los hombres, que según José Luis Pardo cabe llamar etogramas.



La idea de un "cuerpo social" entonces, conlleva a la de "integración humana" en dos sentidos, de un lado, lo tecno-económico orientando la organización territorial y el refugio, y de otro, lo estético que permite la integración sobre referencias simbólicas admitidas por la sociedad, a la manera de una convención rítmica que engloba los días en una red artificial, que en un medio urbanizado operan como la seguridad de la eficacia del dispositivo ciudadano. Desde esta perspectiva, la ciudad ha resultado ser la forma más eficaz de marcar y domesticar un territorio, y el instrumento técnico por excelencia en la búsqueda de apropiación biosocial de los conglomerados. Siguiendo a André Leroi-Gourhan, el hábitat responde a una triple necesidad en los grupos humanos, que permiten, en este contexto, relacionarse con las tres funciones urbanas básicas: por un lado, crea un medio, un instrumento de supervivencia económica y técnicamente eficaz; por el otro, asegurar una distribución espacial al sistema de relaciones sociales; y por último, pone en orden el cosmos, organiza desde un centro, material y simbólico, el universo circundante.
De otro lado, las propiedades del cuerpo social desde las dimensiones esbozadas pueden ser entendidas como formas de producción y reproducción social, que en el sentido deleuziano, se refieren a producciones deseantes. Lo anterior reposa en un presupuesto general: sólo existe el deseo y lo social, y la función del socius es codificar los flujos del deseo. Mientras, la sociedad es un socius de inscripción, cuya esencia consiste en marcar y ser marcada; las máquinas deseantes son microfísicas del inconsciente que funcionan sólo en las máquinas sociales y se expresan en conjuntos molares históricos.



Sin embargo, entre el deseo y lo social se sitúa un límite, que potencia la previsión y el temor en toda formación social a los flujos descodificados del deseo que arriesgan conducir al límite y por ende, a su disolución. Toda formación social tiende a la inhibición de dichos flujos, desplazándolos hacia matrices míticas que operan a su vez, como límites imaginarios. En este sentido, si se siguen las situaciones y las épocas, los protagonismos pueden cambiar, pero el deseo disipador y nómade permanece, potenciando de esta forma la existencia de acciones disciplinares sobre el cuerpo en el intento de hacerlo entrar en el orden, sin embargo, el cuerpo tiende a construir otras formas de presencia. En este sentido, las disciplinas se orientan hacia la intervención de los intersticios de las prácticas cotidianas, las que conducidas por un esfuerzo por controlar lo incontrolable casi siempre, como lo han demostrado los trabajos históricos, desembocan en la producción de morales tiránicas.






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